lunes, 11 de agosto de 2008

Memorias de la casa muerta

"No es encerrando a su vecino como uno se convence de su propia sensatez."

(F. M. Dostoyevski)

Viajar a la casa de los muertos de Dostoyevski fue tarea obligada, seguros de que encontraríamos muchas, muchas notas interesantes, para crear al más veterano de nuestros presos. Como buenamente podemos -¡porque mejor sería recomendarla completa!- seleccionamos una serie de extractos.



Aleksandr Petróvich Goriánchikov, un precedente de Abel:

En una de estas ciudades -una ciudad alegre y muy satisfecha de sí misma, cuyos vecinos dejaron en mí un recuerdo imborrable- fue donde encontré al desterrado Aleksandr Petróvich Goriánchikov, ex gentilhombre y propietario ruso. Había sido condenado a trabajos forzados de segunda clase por haber matado a su esposa. Cumplida su condena -diez años de trabajos forzados-, continuaba viviendo allí tranquilo y olvidado, en concepto de colono, en la pequeña ciudad de K. Habíase inscrito en uno de los cantones de los alrededores, pero residía en K, donde se ganaba la vida dando lecciones a los niños. [...]

Era éste un hombre excesivamente pálido y flaco, joven aún, pues no pasaba de los treinta y cinco años, pequeño de estatura y vestido esmeradamente a la europea. Cuando se le dirigía la palabra, miraba fijamente y escuchaba con aire meditabundo como si se le propusiese la solución de un problema o creyera que se trataba de arrancarle algún secreto. Respondía con claridad y concisión, pero pensando de tal modo cada palabra que, sin saber por qué, sentíase uno molesto y embarazado, deseando que acabase cuanto antes la conversación.

Pedí a Iván Ivánich informes acerca de un sujeto tan singular, y me contestó que Goriánchikov era un hombre de conducta ejemplar, pues de lo contrario no le hubiese confiado la instrucción de sus hijas; pero que, no obstante, su misantropía había llegado al extremo que rehuía la sociedad de las personas cultas, leía mucho, hablaba muy poco y no se prestaba jamás a una conversación en que fuera preciso hablar con el corazón en la mano. [...]

Al principio no me llamó la atención; pero luego, sin que pudiese explicarme el motivo, comenzó a interesarme sobremanera aquel hombre enigmático. Discurrir con él era completamente imposible. Respondía sí, a todas mis preguntas, y aun parecía que se consideraba obligado a hacerlo; pero en cuanto me contestaba yo no me atrevía a seguir el interrogatorio. Después de esas tentativas de conversación, observaba yo en su rostro una extraña expresión de pesar y de agotamiento. Recuerdo que una hermosa noche de verano salí con él de casa de Iván Ivánich, y se me ocurrió invitarlo a que entrase en mi vivienda para echar un cigarro juntos. Pues bien, no sabría describir el desasosiego que se apoderó de él: aturdido, desconcertado por completo, balbució algunas palabras incoherentes y, de pronto, después de haberme mirado con aire ofendido, huyó en dirección opuesta a la que llevábamos. Yo quedé clavado en mi sitio por la sorpresa. En lo sucesivo, cada vez que me encontraba, parecía que se apoderaba de él un invencible terror. [...]

(Introducción)

Sobre la casa muerta:

Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.

Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por ciento cincuenta de ancho, rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.

Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales, únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.

Este es el mundo que me propongo describir. [...]

En derredor, entre la empalizada y las dependencias del presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.

Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.

Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el lugar que ocupaba cada una.

Cada estaca representaba para él un día de reclusión: descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le quedaban todavía de encierro.

Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se aprende a tener paciencia!

Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena, se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven, despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de él.

Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…

¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!

Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche. ¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga, baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la que se respiraba un aire pesado, nauseabundo. No comprendo cómo pude pasar diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres. En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya dado hasta hoy. [...]


Sí, ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Me parece un sueño!

Recuerdo mi ingreso en el penal una tarde de diciembre, a la hora del crepúsculo.

Los forzados volvían del trabajo: era el momento de la revista. Un bigotudo sargento me abrió la puerta de aquella horrible vivienda donde tenía que permanecer tantos años y experimentar tantas emociones y de la cual no me hubiera podido formar ni una idea aproximada de no haberlo sufrido. ¿Hubiera podido imaginarse, por ejemplo, el sufrimiento lancinante y terrible que ocasiona el hecho de no estar solo ni un minuto siquiera durante diez años? ¿Cómo hubiera podido suponer lo que era estar continuamente acompañado por la escolta, durante el trabajo, y por doscientos camaradas en el presidio y solo jamás?

Había allí homicidas por imprudencia, asesinos profesionales, simples rateros, capitanes de bandidos y maestros consumados en el arte de pasar al suyo el dinero de los bolsillos de los transeúntes y de apoderarse de cuanto se ponía al alcance de sus manos. Sería, no obstante, muy difícil decir por qué se encontraban algunos forzados en el presidio. Cada cual tenía una historia confusa y oscura, penosa como el despertar de una borrachera.

Los presidiarios hablaban generalmente muy poco de su pasado. Lejos de contar sus hazañas, se esforzaban por olvidarlas.

Entre mis compañeros de cadena, había algunos homicidas tan alegres y despreocupados, que se podía apostar, con seguridad de ganar, que nada les reprochaba su conciencia; pero había también rostros sombríos y pensativos.

Era muy raro que alguno recordase su propia historia, porque esto se consideraba de mal gusto; y si alguna vez, para matar el tiempo, un presidiario contaba su vida a otro compañero, éste le escuchaba con aire distraído, como dando a entender que nada podía decirle que le asombrase.

-Aquí -solían decir con cínico orgullo- cada cual sabe dónde le aprieta el zapato y ha hecho tanto como el más guapo.

Recuerdo que cierto día, un bandolero borracho (los presidiarios suelen emborracharse de vez en cuando) contó que había matado y descuartizado a un niño de cinco años, al que había atraído engañándole con un juguete y conducido a un cobertizo donde le asesinó. Sus compañeros celebraban siempre con grandes risas sus relatos ingeniosos; pero en aquella ocasión le obligaron a callar, no porque una salvajada semejante excitase su indignación, sino porque no era permitido entre ellos que se hablase de tales hechos. [...]

Aquella extraña familia ofrecía semejanza tal, que a primera vista se le conocía. Aun los que más descollaban, los que involuntariamente dominaban a los demás forzados trataban de adquirir el tono general de la casa. Todos los reclusos, salvo raras excepciones, cuya alegría era inagotable, atrayéndose por esto mismo el desprecio de sus compañeros, eran envidiosos, vanidosos hasta un grado indecible, presuntuosos, quisquillosos, formalistas con exceso y estaban constantemente tristes.

No asombrarse de nada constituía para ellos la cima de la dignidad, y por esto estaban siempre sobre aviso. Pero a menudo trocábase la altivez en vileza.

No faltaban hombres verdaderamente fuertes, y eran éstos de carácter abierto y sinceros; pero, cosa extraña, su vanidad era a la vez excesiva, morbosa. La vanidad era siempre el vicio predominante.

La mayor parte de los presidiarios era pervertida y depravada y de aquí que las calumnias y los insultos lloviesen como granizo.

Nuestra vida era infernal, insufrible, y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a sublevarse contra los reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas.

Por esta razón todos se sometían de buen o mal grado. Ciertos caracteres intratables no se doblegaban fácilmente, pero acababan por doblegarse. Forzados que, mientras estuvieron en libertad, habían colmado todas las medidas e, impulsados por su vanidad sobreexcitada, habían cometido los más horribles delitos, siendo la pesadilla, el terror y el espanto de comarcas enteras, quedaban domados en poco tiempo merced a nuestro régimen penitenciario. [...]

Por lo demás, no se notaba en ellos ningún signo de vergüenza o de arrepentimiento, sino una especie de sumisión exterior, oficial, por decir así, que a veces hacíales hablar cuerdamente de su conducta pasada.

-Somos gente perdida -decían-, no hemos sabido vivir en libertad, y ahora debemos recorrer a viva fuerza la calle verde y pasar para que nos cuenten como a bestias.

-No has querido obedecer a tu padre ni a tu madre, y ahora tienes que prestar ciega obediencia al vergajo.

-El que no ha querido bordar tiene ahora que romper piedras.

Esto se decía y se repetía a guisa de sentencias morales o proverbios, pero sin que ninguno los tomase en serio.

¿Cómo había de confesar ninguno de ellos sus iniquidades? Si alguna persona ajena al presidio, intentase siquiera reprochar sus delitos a los forzados, habría de taparse los oídos y huir a todo correr del aluvión de insultos y de amenazas que caería sobre ella. [...]

Como antes he dicho, había entre los presidiarios hombres de carácter de hierro, indómitos y resueltos, acostumbrados a dominarse a sí mismos. Estos eran también involuntariamente estimados, pues, a pesar de ser muy celosos de su fama, procuraban no hacerla pesar sobre ninguno y no se insultaban entre sí sino por graves motivos. Su conducta ajustábase a la más estricta dignidad. Eran razonables y casi siempre obedientes, no por principios o porque tuvieran conciencia de sus deberes, sino por mutuo acuerdo entre ellos y la administración, acuerdo de cuyas ventajas todos estaban bien penetrados. Por otra parte, se les trataba con alguna consideración. [...]

El presidiario es sumiso y obediente hasta cierto punto; pero hay un límite que conviene no traspasar. Nada hay más curioso que estos arranques de ira y de desobediencia. A veces, un hombre que ha tolerado durante largos años los más crueles castigos, se rebela por una bagatela, por una nimiedad. Se podría decir que es loco… Verdad que es esto lo que se dice.

He dicho que en los varios años que permanecí entre ellos, no observé en los presidiarios el menor síntoma de arrepentimiento por los delitos que habían cometido, pues la mayor parte opinaba que tenía perfecto derecho para hacer lo que les viniera en gana. Ciertamente, la vanidad, los malos ejemplos y la falsa vergüenza era lo que predominaba; sin embargo, ¿quién ha podido sondear la profundidad de aquellos corazones entregados a la perversidad, y los ha encontrado cerrados a todo noble sentimiento?

De todos modos, parece natural que en tanto tiempo descubriese yo algún indicio, por fugaz que fuese, de remordimiento, de pesar, de sufrimiento moral. Sin embargo, no fue así. No se puede juzgar el delito con frases hechas y su filosofía es mucho más compleja de lo que se cree. Lo único cierto es que ni el sistema de trabajos forzados logra corregir a los delincuentes: sirve sólo para castigarlos y asegurar a la sociedad contra nuevos atentados por parte de aquellos. La reclusión y los trabajos forzosos no hacen más que fomentar en esos hombres un odio profundo, la sed de los placeres prohibidos y una espantosa despreocupación. Por otra parte, estoy persuadido de que el régimen celular no alcanza más que un objeto aparente y engañador. Priva al delincuente de toda su fuerza y energía, enerva su alma, debilita y espanta, y presenta luego una momia disecada y medio loca como un modelo de arrepentimiento y de corrección.

Solamente en un presidio se puede oír contar con sonrisa infantil mal contenida los hechos más horripilantes. [...]

Casi todos los presidiarios sueñan en voz alta o deliran, hablando de cuchillos, de puñales o de hachas, y profiriendo injurias y amenazas durante sus horribles pesadillas.

-Somos hombres sin entrañas -decían-, y por eso soñamos a voces.

(Capítulo I, La casa muerta)


¿Perchas o matrículas?:

Un día se me ocurrió la idea de que si se quería aniquilar a un hombre, castigarlo atrozmente y hacer que el asesino más empedernido retrocediese aterrado ante semejante tortura, bastaría dar al trabajo de este hombre un carácter de inutilidad perfecta, llevarlo, si se quiere, a realizar lo absurdo.


Piso compartido:

Conocí otro sufrimiento que, aparte de la privación de la libertad, es el más agudo, el más insoportable para el recluso: me refiero a la cohabitación forzosa. La cohabitación es siempre y en todas partes más o menos forzosa, pero no tan horrible como en el presidio. Hay allí hombres de los que de ningún modo se quisiera ser conviviente. Estoy seguro de que todos los condenados han sentido esta repugnancia y experimentado semejante martirio.

(Capítulo II: Primeras impresiones)


Enric Maddox Maddox:

El mismo vocablo forzado indica un hombre privado de su libre ar­bitrio. Ahora bien, cuando este hom­bre gasta su dinero, obra como le parece. A pesar de la marca del hierro infamante, a despecho de la empalizada del recinto que oculta a sus ojos el mundo libre y le encierra en una jaula como a una fiera, él puede procurarse aguar­diente, hacer alguna escapatoria y sobornar a sus vigilantes inmedia­tos, los inválidos y aun a los sub­oficiales, que cerrarán los ojos ante alguna infracción de la disciplina; más todavía, podrá dárselas de fan­farrón haciendo ver a sus camara­das y tratando de persuadirse a sí mismo de que no existe en el mundo un hombre más libre que él.

En una palabra, el pobre diablo quiere convencerse de lo que sabe que es imposible, y por esto es jac­tancioso y exagera cómica e inge­nuamente su personalidad, aunque ésta sea imaginaria; arriesga, en fin, todo lo que posee, sólo por una apariencia de libertad y de vida, que es el único bien que desea. [...]

(Capítulo V: El primer mes)


¿Matar? ¿Un hombre tan adorable? ¡Imposible!:

Un tipo de homicida que no es raro de encontrar es el siguiente: un hombre vive tranquilo, es de carác­ter pacífico y está resignado con su ingrata suerte. Es muchik, sier­vo de la gleba, siervo doméstico, burgués o soldado. De pronto, sien­te que se desencadena una pasión violenta dentro de sí, e, incapaz de contenerse, hunde un cuchillo en el pecho de su opresor o de su ene­migo.

Desde aquel momento cambia ra­dicalmente, colma todas las medi­das. Mató a su opresor o a su ene­migo; esto es un crimen, pero se ex­plica, porque algún motivo le indu­jo a cometerlo; mas ahora asesina no sólo a sus enemigos sino a todo el que se le pone delante, mata por el placer de matar, por una mi­rada, por una palabra mal sonante, por deshacerse de alguno.

Una vez traspasada la línea fatal, se asombra de que nada haya sa­grado para él, desconoce toda lega­lidad, todo poder constituido, goza de una libertad ilimitada, exorbi­tante, que se ha creado él mismo; goza con los estremecimientos de su corazón, con el espanto que experi­menta; sabe, no obstante, que le es­pera un castigo terrible.

Sus sensaciones son quizá las del que se arroja de lo alto de una to­rre al abismo abierto bajo sus pies, por el deseo de acabar de una vez. Y esto sucede a los individuos más pacíficos, pues los hay también que se hallan entre estos extremos opuestos; mientras más deprimidos están, más vivamente desean que llegue la hora de enseñar los dien­tes y de sacudir el temor. Este desesperado goza con el terror que inspira, se complace en el disgusto que excita. Hace verdaderas atrocidades por desesperación, y espera a veces un inmediato castigo; está impacien­te porque se decida su suerte, por­que el peso de su desesperación le parece demasiado grande para so­portado él solo.

Lo más curioso es que esta so­breexcitación, esta actitud no le abandona hasta que llega al tabla­do del suplicio; después todo encan­to desaparece, se aplana, se extin­gue todo su ardimiento; se desma­ya y pide perdón por sus crímenes.

(VIII, Hombres templados: Luchka)


¡Dios mío, he pecado!:

¡Dios mío, qué fastidio! Los días eran inacabables, sofocantes, horriblemente monótonos. ¡Si a lo menos hubiese tenido un libro! [...]

El momento más triste del día era el del anochecer. Nos acostábamos muy temprano. En el fondo de la sala se percibía una vieja estufa como un punto brillante. El resto del departamento permanecía envuelto en una oscuridad casi completa. El aire infecto, sofocante; algunos enfermos no podían conciliar el sueño y se pasaban horas enteras incorporados en la cama y la cabeza apoyada absortos en sus pensamientos.

Yo les miraba tratando de adivinar en qué pensaban para matar el tiempo y también poníame a fantasear soñando con el pasado que se ofrecía prepotentemente a mi imaginación. Recuerdo pormenores que en cualquier otro tiempo hubiera olvidado y no me habrían causado una impresión tan honda como entonces.

Soñaba también con el porvenir. ¿Cuándo saldría del penal? ¿Qué sería entonces de mí? ¿Volvería a mi país natal?

Pensaba, pensaba y sentía renacer en mi alma la esperanza… Me ponía luego a contar, uno, dos, tres, cuatro, etc., confiando en que así me dormiría, pero llegaba a veces hasta tres mil sin conseguirlo. De vez en cuando oía que Ustíantsev tosía, con voz de tísico, gemía luego y balbuceaba:

-¡Dios mío, he pecado!

¡Qué espantoso era escuchar aquella voz enferma, débil y entrecortada en medio del silencio absoluto que reinaba en la sala!

En un rincón, conversaban algunos enfermos que tampoco podían conciliar el sueño. Uno de ellos contaba su pasado, hablaba de cosas lejanas y desvanecidas; de su vida de latrocinios, de sus hijos, de su mujer, de sus antiguas costumbres…

Se oía una vez que otra un susurro ligero como de agua que cayera en un recipiente allá lejos, en el fondo de la sala…

(XIV, El hospital, continuación y final)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

todos construimos carceles a nuestro alrededor. todo aquello que nos rodea, que nos toca hacemos de ello una carcel. ahora tantos años despues, quizas esta brisa, esta palabra afortunada de ella, esa mirada de él que me aturden, quizas por una vez vuelvo a vivir, y no miro atras, o miro solo un poco, y siligiso escapo y grito. despues volvere a mi rencinto, este que solo yo he construido, edificado...

Vuelta de Tuerca dijo...

Hola anónimo.

Estamos creando una obra sobre el encierro. Queremos interrogarnos sobre esas cárceles que te rodean.

Háblanos de tu recinto.