lunes, 29 de septiembre de 2008

Ariadna, Ariadna

John William Waterhouse, Ariadne

¿Nubes serán pendientes hacia frondas
que yo soñase, cómplice dormido?
Despierto voy por cúmulos de olvido
Que resucitan de sus muertas ondas.
¿Adónde me aventuro? Veo mondas
Algunas ramas y colmado el nido,
Y no sé si de Octubre me despido,
O algún Abril me envuelve con sus rondas.
Por tí me esfuerzo, forma de ese mundo
Posible en la palabra que lo alumbre,
Rica de caos sin cesar fecundo.
¿No habré de merecer, si aún vacilo,
la penumbra de un rayo o su vislumbre?
Ariadna, Ariadna, por favor, tu hilo.


Jorge Guillén


Enviado por J. A. L. E.

martes, 16 de septiembre de 2008

Romance del prisionero

















Que por mayo era, por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.

(Anónimo, s. XV)

martes, 2 de septiembre de 2008

Dios os ve


O el Panóptico que nos mira desde dentro.

Todas las citas extraídas de Vigilar y castigar de Michel Foucault
(Siglo XXI, Madrid, 1979)



Regla de la idealidad suficiente o la didáctica teatral del castigo... (pag. 99)

Si el motivo de un delito es la ventaja que de él se representa, la eficacia de la pena está en la des­ventaja que de él se espera. Lo que hace la "pena" en el corazón del castigo, no es la sensación de sufrimiento, sino la idea de un dolor, de un desagrado, de un inconveniente —la "pena" de la idea de la "pena". Por lo tanto, el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación. O, más bien, si debe utilizar el cuer­po, es en la medida en que éste es menos el sujeto de un sufrimien­to, que el objeto de una representación: el recuerdo de un dolor puede impedir la recaída, del mismo modo que el espectáculo, así sea artificial, de una pena física puede prevenir el contagio de un crimen. Pero no es el dolor en sí mismo el que habrá de ser el instrumento de la técnica punitiva. Por lo tanto, durante todo el tiempo que sea posible, y excepto en los casos en que se trata de suscitar una representación eficaz, es inútil desplegar el gran ins­trumental de los patíbulos. Elisión del cuerpo como sujeto de la pena, pero no forzosamente como elemento en un espectáculo. El rechazo de los suplicios que, en el umbral de la teoría, no había encontrado sino una formulación lírica, tiene aquí la posibilidad de articularse racionalmente: lo que debe llevarse al máximo es la representación de la pena, no su realidad corporal.


...frente a la disciplina moderna (pag. 133)

El aparato de la penalidad correctiva actúa de una manera completamente distinta. El punto de aplicación de la pena no es la representación, es el cuerpo, es el tiempo, son los gestos y las actividades de todos los días; el alma también, pero en la medida en que es asiento de hábitos. El cuerpo y el alma, como princi­pios de los comportamientos, forman el elemento que se propone ahora a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de re­presentaciones, ésta debe reposar sobre una manipulación reflexiva del individuo: "Todo delito tiene su curación en la influencia física y moral"; es preciso, pues, para determinar los castigos, "co­nocer el principio de las sensaciones y de las simpatías que se producen en el sistema nervioso." En cuanto a los instrumentos utilizados, no son ya juegos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción, esquemas de coacción aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos: horarios, empleos de tiempo, movimientos obligatorios, actividades regulares, meditación solitaria, trabajo en común, silencio, aplicación, respeto, bue­nas costumbres. Y finalmente lo que se trata de reconstituir en esta técnica de corrección, no es tanto el sujeto de derecho, que se encuentra prendido de los intereses fundamentales del pacto social; es el sujeto obediente, el individuo sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se ejerce continuamente en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcionar automática­mente en él.



La esclavitud a perpetuidad (pag. 99)

¿Pena físicamente más cruel que la muerte? De ningún modo, decía; porque el dolor de la esclavitud está dividido para el conde­nado en tantas parcelas como instantes le quedan que vivir; pena indefinidamente divisible, pena eleática, mucho menos severa que el castigo capital que, de un salto, se empareja con el suplicio. En cambio, para quienes ven o se representan a esos esclavos, los sufri­mientos que soportan están reunidos en una sola idea; todos los instantes de la esclavitud se contraen en una representación que se vuelve entonces más espantosa que la idea de la muerte. Es la pena económicamente ideal: es mínima para aquel que la sufre (y que, reducido a la esclavitud, no puede reincidir) y es máxima para aquel que se la representa.



¿Ojo o mandala?
Celda (pag. 127)


Al principio del trabajo, el modelo inglés agrega, como condi­ción esencial para la corrección, el aislamiento. Su esquema fue dado en 1775, por Hanway, que lo justificaba en primer lugar por razones negativas: la promiscuidad en la prisión proporciona malos ejemplos y posibilidades de evasión inmediatamente, y de chantaje o de complicidad en el futuro. La prisión se parecería demasiado a una manufactura si se dejara a los detenidos traba­jar en común. Las razones positivas, después: el aislamiento cons­tituye un "choque terrible" a partir del cual el condenado, al escapar a las malas influencias, puede reflexionar y descubrir en el fondo de su conciencia la voz del bien; el trabajo solitario se convertirá entonces en un ejercicio tanto de conversión como de aprendizaje; no reformará simplemente el juego de intereses pro­pio del homo oeconomicus, sino también los imperativos del sujeto moral. La celda, esa técnica del monacato cristiano que no sub­sistía más que en los países católicos, pasa a ser en esta sociedad protestante el instrumento por el cual se puede reconstituir a la vez el homo oeconomicus y la conciencia religiosa. Entre el delito y el regreso al derecho y a la virtud, la prisión constituirá un "espacio entre dos mundos", un lugar para las trasformaciones individuales que restituirán al Estado los súbditos que había per­dido.


Siete Ojos (pag. 203)

El Panóptico de Bentham es la figura arquitectónica de esta com­posición. Conocido es su principio: en la periferia, una construc­ción en forma de anillo; en el centro, una torre, ésta, con anchas ventanas que se abren en la cara interior del anillo. La construc­ción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atra­viesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra, que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente so­bre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En suma, se invierte el principio del calabozo; o más bien de sus tres funciones —ence­rrar, privar de luz y ocultar—; no se conserva más que la primera y se suprimen las otras dos. La plena luz y la mirada de un vigi­lante captan mejor que la sombra, que en último término prote­gía. La visibilidad es una trampa.

Lo cual permite en primer lugar —como efecto negativo— evi­tar esas masas, compactas, hormigueantes, tumultuosas, que se en­contraban en los lugares de encierro, las que pintaba Goya o describía Howard. Cada cual, en su lugar, está bien encerrado en una celda en la que es visto de frente por el vigilante; pero los muros laterales le impiden entrar en contacto con sus compañe­ros. Es visto, pero él no ve; objeto de una información, jamás sujeto en una comunicación. La disposición de su aposento, fren­te a la torre central, le impone una visibilidad axial; pero las divisiones del anillo, las celdas bien separadas implican una invisibilidad lateral. Y ésta es garantía del orden. Si los detenidos son unos condenados, no hay peligro de que exista complot, ten­tativa de evasión colectiva, proyectos de nuevos delitos para el futu­ro, malas influencias recíprocas; si son enfermos, no hay peligro de contagio; si locos, no hay riesgo de violencias recíprocas; si niños, ausencia de copia subrepticia, ausencia de ruido, ausencia de charla, ausencia de disipación. Si son obreros, ausencia de ri­ñas, de robos, de contubernios, de esas distracciones que retrasan el trabajo, lo hacen menos perfecto o provocan los accidentes. La multitud, masa compacta, lugar de intercambios múltiples, indivi­dualidades que se funden, efecto colectivo, se anula en beneficio de una colección de individualidades separadas. Desde el punto de vista del guardián está remplazada por una multiplicidad enu­merable y controlada; desde el punto de vista de los detenidos, por una soledad secuestrada y observada.

De ahí el efecto mayor del Panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción. Que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máqui­na de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se hallen insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los porta­dores.


Retrato de un delincuente adolescente (pag. 155)

El delincuente se distingue del infractor por el hecho de que es menos su acto que su vida lo pertinente para caracterizarlo. Si la operación penitenciaria quiere ser una verdadera reducación, ha de totalizar la existencia del delincuente, hacer de la prisión una especie de teatro artificial y coercitivo en el que hay que re­producir aquélla de arriba abajo. El castigo legal recae sobre un acto; la técnica punitiva sobre una vida; tiene por consecuencia reconstruir lo ínfimo y lo peor en la forma del saber; le corres­ponde modificar sus efectos o colmar sus lagunas por una práctica coactiva. Conocimiento de la biografía, y técnica de la existencia corregida. [...] La introducción de lo "biográfico" es importante en la historia de la penalidad. Porque hace existir al "criminal" antes del crimen y, en el límite, al mar­gen de él. Y porque a partir de ahí una causalidad psicológica va a confundir los efectos, al duplicar la asignación jurídica de res­ponsabilidad. Penetrase entonces en el dédalo "criminológico" del que se está muy lejos hoy de haber salido: toda causa que, como determinación, no puede sino disminuir la responsabilidad, marca al autor de la infracción con una criminalidad tanto más terrible y que exige unas medidas penitenciarias tanto más estrictas. A medida que la biografía del criminal duplica en la práctica penal el análisis de las circunstancias cuando se trata de estimar el cri­men, vemos cómo el discurso penal y el discurso psiquiátrico en­tremezclan sus fronteras, y ahí, en su punto de unión, se forma esa noción del individuo "peligroso" que permite establecer un siste­ma de causalidad a la escala de una biografía entera y dictar un veredicto de castigo-corrección.


Las oficinas del cielo (pag. 265)

Los forzados cantaban canciones de mar­cha, cuya celebridad era rápida y que durante mucho tiempo se repitieron por doquier. En ellas se encuentra sin duda el eco de las jácaras que las hojas sueltas atribuían a los criminales: afirma­ción del crimen, heroificación negra, evocación de los castigos te­rribles y del odio general que los rodea: "Fama, hagamos sonar las trompetas... Valor, hijos, suframos sin temblar la suerte ho­rrible que se cierne sobre nuestras cabezas... Pesados son nues­tros hierros, pero los soportaremos. Por los forzados, no se eleva voz ninguna: aliviémoslos." Sin embargo, hay en estos cantos colectivos otra tonalidad; el código moral al que obedecían en su mayor parte las viejas endechas está invertido. El suplicio, en lu­gar de incitar al remordimiento, agudiza el orgullo; se recusa la justicia que ha condenado, y se censura la multitud que acude a contemplar lo que ella cree arrepentimientos o humillaciones: "Si lejos de nuestros hogares, a veces, gemimos... Nuestras frentes siempre severas harán palidecer a nuestros jueces... Ávidas de desdichas, vuestras miradas quieren encontrar entre nosotros a una casta infamada que llora y se humilla. Pero nuestras miradas son altivas." También se encuentra en ellas la afirmación de que la vida de presidio, con su camaradería, reserva unos placeres que no son conocidos en la libertad. "Con el tiempo encadenamos los pla­ceres. Tras los cerrojos nacerán días de fiesta... Los placeres son trásfugas. Huirán los verdugos, siguen las canciones." Y, sobre todo, el orden actual no durará siempre; no sólo los condenados serán liberados y recobrarán sus derechos, sino que sus acusadores vendrán a ocupar su lugar. Entre los criminales y sus jueces, ven­drá el día del gran juicio rectificado: "Venga a nosotros, los forza­dos, el desprecio de los humanos. Venga a nosotros también todo el oro que deifican. Ese oro pasará un día a nuestras manos. Lo compramos a costa de nuestra vida. Otros tomarán de nuevo estas cadenas que hoy se nos hace llevar, y se convertirán en esclavos. Nosotros, rotas las trabas, veremos brillar el astro de la libertad para nosotros... Adiós, porque desafiamos vuestros hierros y vues­tras leyes."


Vidocq o la prehistoria del cine negro (pag. 289)

Vidocq marca el momento en que la delincuencia, desgajada de los otros ilegalismos, se encuentra investida por el poder, y convertida. Entonces es cuando se opera el acoplamiento directo e institucio­nal de la policía y la delincuencia. Momento inquietante en que la criminalidad se convierte en uno de los engranajes del poder. Una figura había llenado las épocas precedentes: la del rey mons­truoso, fuente de toda justicia y, sin embargo, manchado de crí­menes; otro temor aparece, el de un entendimiento misterioso turbio entre quienes hacen valer la ley y quienes la violan. Se acabó la época shakespeariana en que la soberanía se enfrentaba con la abominación en un mismo personaje; pronto comenzará el melodrama cotidiano del poder policíaco y de las complicidades que el crimen establece con el poder.